martes, diciembre 07, 2004

Tabucchi vive

Agua de azar
Jorge F. Hernández

Hoy quiero escribir contra vientos y mareas, como si fuera una celebración de la vida. Hoy no quiero ni leer los versos más tristes ni abonar resentimientos enquistados. Quiero enfrentar la página en blanco con el humilde afán de poblarla con palabras que digan algo para alguien, sin importar que quizá sean nada para nadie. Quiero encarar los párrafos ya escritos con el honesto compromiso de editar y corregirlos para narrar en silencio una historia que puede ser mejor contada. Celebro que la imaginación no tenga límite y que la memoria siga floreciente; acepto que haya formas explícitas para expresar mejor los sentimientos y que no todos los recuerdos le son fieles a la realidad.

Hoy quiero escribir porque leo. Me explico: aunque pocos escritores lo admitan en público, uno escribe porque ha leído y una suerte de vanidad creativa se filtra entonces en el ánimo para cuajar el atrevimiento de narrar uno mismo sus propias historias. También se escribe porque uno no ha leído lo que trae en la mente y, para mayor enigma, no ha leído en todo lo legible las aventuras e invenciones, las conjeturas y diatribas, los cuentos y recuerdos que nos rondan incesantemente en la cabeza. Pero hoy quiero escribir porque me bastó leer las primeras páginas de un libro para volver a sentir otro de los alicientes de la literatura: escribir porque se ha leído algo que incita a ser contestado por escrito, algo que provoca escritura por lectura, como los recuerdos de alguien que despiertan al instante nuestra propia memoria o como la referencia de un ejemplo ajeno que desvela nuestra propia opinión.

Empiezo por escribir que Antonio Tabucchi vive porque acaba de publicar una novela titulada Tristano muere (Anagrama, 2004) y porque me bastó leer sus primeras páginas para volver a sentir la contagiosa adrenalina donde se confunde el asombro ante la palabra ajena con la confianza en los más íntimos murmullos. Sucede con Tabucchi lo que sentimos ante otros grandes escritores: dan ganas de escribir lo que leemos en sus páginas o nos parece que por un raro azar han transcrito fielmente inquietudes tan nuestras que jamás ventilaríamos en público (a menos de que se pruebe que hablamos dormidos y en voz alta). Aunque se niegue, uno escribe tentado por el azoro que nos provocan los grandes escritores y nuestro propio asombro se encarga de mitigar la vanidad para así romper con cualquier vergüenza y escribir nuestras propias historias. Bien visto, lo que digo es que uno escribe porque lee y porque otros escriben; es decir, uno vive porque quiere vivir y porque otros viven o, lo que es lo mismo, uno revela su propia memoria al compartir recuerdos ajenos. Raro silogismo: uno escribe, porque no quiere morir.

Sostiene Tabucchi, en las primeras páginas de Tristano muere, que los elefantes –en su indescifrable sabiduría—llegan a sentir el acercamiento de su propia muerte. El paquidermo que presiente su final sabe entonces que tiene la obligación de separarse de la manada y dirigirse hacia el cementerio de los elefantes, ese desolladero sagrado donde terminará de fluir su inmensa memoria. Pero sucede que el elefante moribundo no realiza ese último viaje a solas, sino que elige específicamente a un compañero que acompañe su final y, sin palabras, le transmite con su trayecto las secretas señales de lo que fue su vida, todo lo que abultó durante lustros su prodigiosa memoria. Sostiene Tabucchi que al llegar al último páramo, el elefante moribundo traza en el suelo un círculo imaginario –una suerte de geografía de su muerte—donde caerá muerto sin que el testigo pueda entrar, aunque tendrá que verificar la defunción con la punta de su trompa o extendiendo una pata, como quien firma una autopsia. Entonces el elefante testigo se vuelve a donde la manada y jamás sabremos a ciencia cierta cómo logra transmitir a los demás la crónica memoriosa del difunto que lo eligió como entrevistador en la travesía de sus últimos días.

Como no me gusta ni acostumbro ejercer el arte de la reseña minuciosa, y reniego de quienes comentan el final de las películas, sólo adelantaré que la novela de Tabucchi narra el último trayecto en la vida de un hombre que ha decidido llamarse Tristano y que ha elegido específicamente a un escritor para dictarle los enredos de su memoria. En párrafos cortos o planos cortantes, Tabucchi confecciona la narración de recuerdos confundidos con alucinaciones, bajo el sopor de la canícula toscana y el peso de un desahucio, entre sutiles matices de recuerdos imprecisos y aforismos dispersos. Tristano narra su memoria, es decir, su vida para abono de la creencia en que todos tenemos una vida que se pluraliza entre las vidas de los demás: un relato personal que es al mismo tiempo una historia de los últimos sesenta años en la cronología de Italia, desde el ocaso del fascismo utópico hasta la llegada de la estupidización televisiva. La voz de Tristano es uno de los muchos ecos que conforman la realidad, una voz entre miles, que se dirige a trazar el círculo imaginario donde habrá de morir no sin antes transmitir en voz alta (para que sea escrito y para que sea leído) su más íntimo testimonio de las tragedias, simulaciones, esperanzas y desventuras que conformaron la realidad en que vivió. Tristano habla porque recuerda y pide que lo escriben porque no quiere perder en la amnesia del vacío lo que vivió y recuerda. Tristano, en tanto no muera, vive en tanto transmita al trote sus memorias. Tristano, al morir, vivirá… en tanto será leído lo que sobre él se escribió.

Hoy quiero escribir porque he leído las páginas de una novela que narra las ansias de dar testimonio: Tristano el testigo que busca que alguien testifique por él y su memoria, al tiempo que Tabucchi el narrador vuelve a sortear la complicidad del lector que define a la palabra literatura, donde un testamentario nos hace testigos a través de la lectura. Hoy escribo para confirmar que estoy vivo y porque –contra toda cursilería—confirmo que no podría vivir sin escribir (y viceversa). Sobre todo, hoy escribo porque he leído páginas que son como un espejo de papel donde se reflejan emociones compartidas o ventanales de cuatro párrafos donde se refractan ideas contrapuestas. Hoy escribo porque la memoria imaginaria de un personaje tan real por ser ficticio se deja leer como si fuera la última confesión de un elefante en camino a su muerte o una novela indispensable que merece heredarse entre la manada sobreviviente para solaz y confirmación de que nuestra aventura por esta vida no transcurre en vano.

Escrito por Jorge F. Hernández en Milenio, XXV / XI / MMIV.

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